sábado, 18 de febrero de 2012

Wonderful Streets


Son las once de la noche, el clima está helado, el pavimento caliente, se escuchan risas por todas partes, mujeres bonitas, vestidas y pintadas de mil colores se ven desfilar en tacones. El lugar donde entro tiene dos puertas; una angosta y discreta y otra grande, donde se ven las mesas y la gente bailando, yo, intimidada por el frío y la bulla entro por la chiquita, despacio, moviéndome entre la multitud con precaución. Es un lugar con poca luz, en las paredes hay diferentes cuadros que no se logran distinguir mucho a esta hora, más sabiendo que mi vanidad  no me permite sacar las gafas a bailar.

La barra está a la derecha, es una L, alta,  tiene cuadritos verdes, dos lámparas a cada lado, redondas, brillantes y unos engendros enroscados en por encima que ni el contraluz ni el asco me deja distinguir. A mi derecha veo una maquina para servir shots de jagger, otra revolviendo margaritas, y una nevera pequeña, de las que siempre he querido para mi cuarto exhibe cervezas extranjeras Miller y Heineken. Al lado izquierdo hay una selección de frutas con los que me supongo se hacen los tragos más antioxidantes o menos amargos, pero que hay que reconocer le dan un toque saludable a tanta alcoholemia. Las lámparas iluminan la carta de tragos, que son más bien una fila de líquidos de todos los colores y de diferentes densidades que hipnotizan los ojos y tientan el hígado.

 Los bartenders se asoman con una sonrisa y preguntan inmediatamente, ¿Qué quieres tomar? Yo, en busca de una mirada menos clara de la noche pido la primera copa que veo en la fila y la chica asiente con la cabeza mientras voltea y va en busca de una copa para prepararlo. Como es más bien bajita, ella empuja la copa hasta el final de la barra y yo miro el trago verde con naranja, y sin pensarlo más de una vez ruedo el líquido por mi garganta.

A la izquierda noto que hay más mesas y busco una medianamente escondida muy cerca del DJ para mantenerme entretenida, quedo prácticamente al frente de la caja y la pecera redonda en la que nadan los billetes y las monedas que los clientes dejan como propina. En la mesa que está al lado hay cuatro personas que se ríen y se toman fotos con sus copas, yo me aseguro de no ser el fondo de una de ellas. Miro más hacia atrás y veo la entrada hacia los baños, el de damas tiene un letrero rosado y la imagen de una Barbie en la mitad de la puerta, y una fila de niñas afuera mirándose en el espejo, arreglándose el pelo, las uñas, las tetas y hasta el bolso, sin darse cuenta que el establecimiento sólo cuenta con esa cantidad de luz ahí, en el baño.

Miro hacia la puerta grande y veo que entran dos personajes, una mujer, unos 36 años, tiene un pantalón negro, una camisa verde lo suficientemente transparente para notar que no llevaba brassiere, pero que la lucha contra la gravedad ya la había ganado con un par de siliconas, entra de la mano con un hombre, unos 22 años, él, muy bien mozo, tiene el pelo corto, una barba desordenada, muy intencionalmente, y las intenciones en el pantalón, en su mano lleva dos cascos con diseños muy exclusivos, mostrándome qué tipo de moto tenía.  Los dos se sientan en la mesa de la esquina, la única desocupada de todo el lugar, la mesera, una chica de unos veinte años atiene la mesa, pero siempre le dirige la palabra al muchacho, mostrando así su interés en esa barba, él, desinteresado, con los ojos clavados en la transparencia de su acompañante, le pregunta qué quiere tomar y le hace una seña rápida a la mesera diciendo que trajera dos de lo mismo.
La mesera, batalla con una bandeja que pareciera ser más grande que ella, lleva allí los dos tragos de los tortolos, eran dos copas alargadas de un trago amarillo y azul, ella lo mira, lo huele y se lo toma despacio, a sorbitos, él, sin mirarlo, sin importarle mucho qué le estaba metiendo a su cuerpo sube la cabeza y el codo y deja que los dos colores se le mezclen en la boca del estómago.

La noche pasa con canciones, con luces, con tragos, el DJ me habla, por cortesía o interés, poco me preocupa, yo intento vencer mi miopía y mi astigmatismo para entender qué pasa entre este par en la esquina. Ellos conversan de vez en cuando, me supongo que es porque a ella le es más fácil pronunciar sin la lengua de él entre sus dientes, pero también puede ser que la diferencia de años les impida una sostener una línea de pensamiento.

Ya son casi la una y yo no sé cuántos colores ni densidades me he tomado, unos más largos que otros, pero todos con el mismo sabor dulzón al final, de pronto ese es el sabor de la casa, o de pronto las papilas gustativas ya se cansaron de adivinar.

El par que están en la esquina siguen en su idilio, él le habla al oído, ella sonríe, le responde con un beso en la boca que se convierte en un manoseo incesante, llaman nuevamente a la mesera, piden la cuenta, yo me imagino que será un papiro que rueda de la caja hasta la mesa porque ambos han tomado bastante, él de su billetera la tarjeta y transacción exitosa, ya van de salida.

Yo pensando que ya se me había acabado el chisme, llamo a mi amiga que está tres cuadras más abajo, me paro me acerco a la caja, pregunto cuánto debo, entrego los billetes, me despido del DJ con una sonrisa, y salgo de allí.  Voy caminando con cuidado porque el piso es algo inestable, y yo tengo la torpeza directamente proporcional a la cantidad de colores que le repartí a mi hígado, bajo mirando al piso, y mirando a mi alrededor, escucho fracciones de canciones de todos los géneros musicales, gente sentada en las aceras, risas, humo de cigarrillo, humo de “otros” cigarrillos, huele a vodka, a margarita, a aguardiente sobretodo, veo muchas gorras aunque no hay sol, muchos shorts cortos aunque la noche no se presta, sigo caminando.

Llego y veo a mi amiga sentada en unas escaleras, veo su pelo enmarañado, tiene los labios pintados de rojo, sorprendentemente tiene puestos unos shorts cortos, unos botines y su bolsito morado baja de su hombro, hasta la cadera. La saludo, me siento con ella, me prende un cigarrillo y las dos quedamos de frente a la calle, veo los dos cascos de los tórtolos del bar subir en su moto aunque la imagen se me hace difusa con el humo del cigarrillo, o la velocidad de las llantas. Un estruendo. Una camioneta imprudente, un caso rueda por la calle, la camisa verde transparente cubierta en sangre. Y se dibujan dos estrellas negras más en las calles de este pueblo.




LAURA SALAZAR GUTIÉRREZ

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