Son las once de la noche, el
clima está helado, el pavimento caliente, se escuchan risas por todas partes,
mujeres bonitas, vestidas y pintadas de mil colores se ven desfilar en tacones.
El lugar donde entro tiene dos puertas; una angosta y discreta y otra grande,
donde se ven las mesas y la gente bailando, yo, intimidada por el frío y la
bulla entro por la chiquita, despacio, moviéndome entre la multitud con
precaución. Es un lugar con poca luz, en las paredes hay diferentes cuadros que
no se logran distinguir mucho a esta hora, más sabiendo que mi vanidad no me permite sacar las gafas a bailar.
La barra está a la derecha, es
una L, alta, tiene cuadritos verdes, dos
lámparas a cada lado, redondas, brillantes y unos engendros enroscados en por
encima que ni el contraluz ni el asco me deja distinguir. A mi derecha veo una
maquina para servir shots de jagger, otra revolviendo margaritas, y una nevera
pequeña, de las que siempre he querido para mi cuarto exhibe cervezas
extranjeras Miller y Heineken. Al lado izquierdo hay una selección de frutas
con los que me supongo se hacen los tragos más antioxidantes o menos amargos,
pero que hay que reconocer le dan un toque saludable a tanta alcoholemia. Las
lámparas iluminan la carta de tragos, que son más bien una fila de líquidos de
todos los colores y de diferentes densidades que hipnotizan los ojos y tientan
el hígado.
Los bartenders se asoman con una sonrisa y
preguntan inmediatamente, ¿Qué quieres tomar? Yo, en busca de una mirada menos
clara de la noche pido la primera copa que veo en la fila y la chica asiente
con la cabeza mientras voltea y va en busca de una copa para prepararlo. Como
es más bien bajita, ella empuja la copa hasta el final de la barra y yo miro el
trago verde con naranja, y sin pensarlo más de una vez ruedo el líquido por mi
garganta.
A la izquierda noto que hay más
mesas y busco una medianamente escondida muy cerca del DJ para mantenerme
entretenida, quedo prácticamente al frente de la caja y la pecera redonda en la
que nadan los billetes y las monedas que los clientes dejan como propina. En la
mesa que está al lado hay cuatro personas que se ríen y se toman fotos con sus
copas, yo me aseguro de no ser el fondo de una de ellas. Miro más hacia atrás y
veo la entrada hacia los baños, el de damas tiene un letrero rosado y la imagen
de una Barbie en la mitad de la puerta, y una fila de niñas afuera mirándose en
el espejo, arreglándose el pelo, las uñas, las tetas y hasta el bolso, sin
darse cuenta que el establecimiento sólo cuenta con esa cantidad de luz ahí, en
el baño.
Miro hacia la puerta grande y veo
que entran dos personajes, una mujer, unos 36 años, tiene un pantalón negro,
una camisa verde lo suficientemente transparente para notar que no llevaba
brassiere, pero que la lucha contra la gravedad ya la había ganado con un par
de siliconas, entra de la mano con un hombre, unos 22 años, él, muy bien mozo,
tiene el pelo corto, una barba desordenada, muy intencionalmente, y las
intenciones en el pantalón, en su mano lleva dos cascos con diseños muy
exclusivos, mostrándome qué tipo de moto tenía. Los dos se sientan en la mesa de la esquina,
la única desocupada de todo el lugar, la mesera, una chica de unos veinte años
atiene la mesa, pero siempre le dirige la palabra al muchacho, mostrando así su
interés en esa barba, él, desinteresado, con los ojos clavados en la
transparencia de su acompañante, le pregunta qué quiere tomar y le hace una
seña rápida a la mesera diciendo que trajera dos de lo mismo.
La mesera, batalla con una
bandeja que pareciera ser más grande que ella, lleva allí los dos tragos de los
tortolos, eran dos copas alargadas de un trago amarillo y azul, ella lo mira,
lo huele y se lo toma despacio, a sorbitos, él, sin mirarlo, sin importarle
mucho qué le estaba metiendo a su cuerpo sube la cabeza y el codo y deja que
los dos colores se le mezclen en la boca del estómago.
La noche pasa con canciones, con
luces, con tragos, el DJ me habla, por cortesía o interés, poco me preocupa, yo
intento vencer mi miopía y mi astigmatismo para entender qué pasa entre este
par en la esquina. Ellos conversan de vez en cuando, me supongo que es porque a
ella le es más fácil pronunciar sin la lengua de él entre sus dientes, pero
también puede ser que la diferencia de años les impida una sostener una línea
de pensamiento.
Ya son casi la una y yo no sé
cuántos colores ni densidades me he tomado, unos más largos que otros, pero
todos con el mismo sabor dulzón al final, de pronto ese es el sabor de la casa,
o de pronto las papilas gustativas ya se cansaron de adivinar.
El par que están en la esquina
siguen en su idilio, él le habla al oído, ella sonríe, le responde con un beso
en la boca que se convierte en un manoseo incesante, llaman nuevamente a la
mesera, piden la cuenta, yo me imagino que será un papiro que rueda de la caja
hasta la mesa porque ambos han tomado bastante, él de su billetera la tarjeta y
transacción exitosa, ya van de salida.
Yo pensando que ya se me había
acabado el chisme, llamo a mi amiga que está tres cuadras más abajo, me paro me
acerco a la caja, pregunto cuánto debo, entrego los billetes, me despido del DJ
con una sonrisa, y salgo de allí. Voy
caminando con cuidado porque el piso es algo inestable, y yo tengo la torpeza
directamente proporcional a la cantidad de colores que le repartí a mi hígado,
bajo mirando al piso, y mirando a mi alrededor, escucho fracciones de canciones
de todos los géneros musicales, gente sentada en las aceras, risas, humo de
cigarrillo, humo de “otros” cigarrillos, huele a vodka, a margarita, a
aguardiente sobretodo, veo muchas gorras aunque no hay sol, muchos shorts
cortos aunque la noche no se presta, sigo caminando.
Llego y veo a mi amiga sentada en
unas escaleras, veo su pelo enmarañado, tiene los labios pintados de rojo, sorprendentemente
tiene puestos unos shorts cortos, unos botines y su bolsito morado baja de su
hombro, hasta la cadera. La saludo, me siento con ella, me prende un cigarrillo
y las dos quedamos de frente a la calle, veo los dos cascos de los tórtolos del
bar subir en su moto aunque la imagen se me hace difusa con el humo del
cigarrillo, o la velocidad de las llantas. Un estruendo. Una camioneta imprudente, un caso rueda por la calle,
la camisa verde transparente cubierta en sangre. Y se dibujan dos estrellas
negras más en las calles de este pueblo.
LAURA SALAZAR GUTIÉRREZ
LAURA SALAZAR GUTIÉRREZ
super, sólo unos detalles por corregir
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