La Malquerida
Era una noche de sábado que transcurría tranquila, diría yo
bastante tranquila, en una cercana población a la gran ciudad. El reloj grande
y viejo de la iglesia, ubicado contiguo al campanario, marcaba poco más de las
10 de la noche. Yo, sentado en un local ubicado en el parque principal del
pueblo, observaba como la gente iba y venía, con la calma y el sosiego que
caracteriza a las personas que habitan en este lugar.
El sitio donde me encontraba ofrecía un ambiente bastante cómodo a
pesar de su apariencia. Era una casa vieja y de aspecto colonial, en donde sus
puertas de color marrón, vetustas y desteñidas, dejaban ver claramente los años
que tenían. Adentro, se observaba un espacio más o menos grande con gran
cantidad de mesas y sillas, que apenas dejaban un espacio para el tránsito de
quienes allí estaban. Al fondo en el lado izquierdo, se encontraba la barra de
más o menos unos tres metros de largo. Junto a ella, cinco sillas más bien
sencillas, altas y sin pintar. En el lado derecho, había una puerta que
llevaba a los baños del lugar, que escasamente eran alumbrados por una luz
blanca que provenía de un aviso publicitario de cigarrillos, ubicado sobre un
viejo cuadro de Coca Cola. Las paredes eran blancas en su mayoría, poco pulidas
y con acabados notablemente rústicos; y el piso, poco estético y con uno que
otro parche de concreto, estaba hecho de un vitrificado color ladrillo con
cuadros grandes y pequeños, que inexplicablemente no obedecían ningún orden.
La luz del lugar estaba mal distribuida. Ésta, era sectorizada y
la brindaban un par de bombillos convencionales de diferentes colores, que
estaban sobre algunas fotografías de cantantes y agrupaciones entre los que
destacaban Guns n’ Roses y Kurt Cobain. Por esta razón mientras algunos
rincones del sitio permitían divisar un rostro o una silueta a lo lejos, otras
partes estaban sumidas en la oscuridad, propiciando y acolitando las caricias y
los besos de algunas de las parejas que allí se encontraban.
Por otro lado, la música, extrañamente no pulsaba a los más altos
decibeles como esperaría uno que fuese en uno de estos lugares. Ésta, era amena
y de un volumen apenas discreto, que permitía que las personas que allí
estaban, pudieran conversar y departir sin ningún inconveniente.
Pasados casi 10 minutos y mientras observaba con detalle cada una
de las cosas que había en el lugar, vi una mujer que caminaba elegantemente
desde la barra hacia una de las mesas cerca a donde yo me encontraba. Ella, de
más o menos unos 30 años, contextura delgada y piel caucásica; se robó por
completo mi atención. Primero, por el lugar en el que una mujer de esas
características se encontraba; segundo, por su manera de vestir provocadora y
coqueta. Ella, usaba tacones altos de color negro, pantalón azul ceñido y una
blusa blanca de escote pronunciado, que hacía que su esbelta figura despertara
los más perversos deseos de quien se detuviera a mirarla. En la mesa que tuvo
como destino, había un hombre canoso, mal encarado, de más o menos 50 años de
edad. Su aspecto era simple y dejado. Usaba una chaqueta de cuero negro, jean
azul y zapatos sin lustrar. En sus manos sostenía una candela que encendía
permanentemente a manera de juego.
Segundos más tarde, ella tomó asiento, lo abrazó y besó una de sus
arrugadas y peludas mejillas. Él, no le dio importancia al arrumaco y optó por
servir un trago de la botella que reposaba en su mesa. Tomó la copa y de un
solo golpe y sin pensarlo, bebió hasta la última gota que había en ella. Al
descargarla, su expresión en el rostro sólo denotaba un profundo asco.
Pasado un rato, el hombre de cabellera blanca levanta su mano
solicitando que alguien lo atienda. Pide la cuenta, la cancela, y sale con
mucha prisa dejando atrás a la mujer y a la botella de la que antes se había
servido en su mesa. Ella por su parte, sentada y mientras cruzaba las
piernas, observaba sin ningún asombro como aquel hombre canoso cruzaba el lugar
en busca de la puerta. Ella sirviendo un trago y llevando a su boca unos snacks
que el mesero poco antes puso sobre la mesa, seguramente, digo yo,
pensaba: ¡ya por lo menos libré la cuenta!
Andrés Cañola G.
Estudiante de Comunicación y Relaciones Corporativas
imprimir y llevar a clase para trabajar
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