viernes, 17 de febrero de 2012

La Malquerida

Era una noche de sábado que transcurría tranquila, diría yo bastante tranquila, en una cercana población a la gran ciudad. El reloj grande y viejo de la iglesia, ubicado contiguo al campanario, marcaba poco más de las 10 de la noche. Yo, sentado en un local ubicado en el parque principal del pueblo, observaba como la gente iba y venía, con la calma y el sosiego que caracteriza a las personas que habitan en este lugar.
El sitio donde me encontraba ofrecía un ambiente bastante cómodo a pesar de su apariencia. Era una casa vieja y de aspecto colonial, en donde sus puertas de color marrón, vetustas y desteñidas, dejaban ver claramente los años que tenían. Adentro, se observaba un espacio más o menos grande con gran cantidad de mesas y sillas, que apenas dejaban un espacio para el tránsito de quienes allí estaban. Al fondo en el lado izquierdo, se encontraba la barra de más o menos unos tres metros de largo. Junto a ella, cinco sillas más bien sencillas, altas y sin pintar. En el lado derecho, había una puerta que llevaba a los baños del lugar, que escasamente eran alumbrados por una luz blanca que provenía de un aviso publicitario de cigarrillos, ubicado sobre un viejo cuadro de Coca Cola. Las paredes eran blancas en su mayoría, poco pulidas y con acabados notablemente rústicos; y el piso, poco estético y con uno que otro parche de concreto, estaba hecho de un vitrificado color ladrillo con cuadros grandes y pequeños, que inexplicablemente no obedecían ningún orden.
La luz del lugar estaba mal distribuida. Ésta, era sectorizada y la brindaban un par de bombillos convencionales de diferentes colores, que estaban sobre algunas fotografías de cantantes y agrupaciones entre los que destacaban Guns n’ Roses y Kurt Cobain. Por esta razón mientras algunos rincones del sitio permitían divisar un rostro o una silueta a lo lejos, otras partes estaban sumidas en la oscuridad, propiciando y acolitando las caricias y los besos de algunas de las parejas que allí se encontraban.
Por otro lado, la música, extrañamente no pulsaba a los más altos decibeles como esperaría uno que fuese en uno de estos lugares. Ésta, era amena y de un volumen apenas discreto, que permitía que las personas que allí estaban, pudieran conversar y departir sin ningún inconveniente.
Pasados casi 10 minutos y mientras observaba con detalle cada una de las cosas que había en el lugar, vi una mujer que caminaba elegantemente desde la barra hacia una de las mesas cerca a donde yo me encontraba. Ella, de más o menos unos 30 años, contextura delgada y piel caucásica; se robó por completo mi atención. Primero, por el lugar en el que una mujer de esas características se encontraba; segundo, por su manera de vestir provocadora y coqueta. Ella, usaba tacones altos de color negro, pantalón azul ceñido y una blusa blanca de escote pronunciado, que hacía que su esbelta figura despertara los más perversos deseos de quien se detuviera a mirarla. En la mesa que tuvo como destino, había un hombre canoso, mal encarado, de más o menos 50 años de edad. Su aspecto era simple y dejado. Usaba una chaqueta de cuero negro, jean azul y zapatos sin lustrar. En sus manos sostenía una candela que encendía permanentemente a manera de juego.
Segundos más tarde, ella tomó asiento, lo abrazó y besó una de sus arrugadas y peludas mejillas. Él, no le dio importancia al arrumaco y optó por servir un trago de la botella que reposaba en su mesa. Tomó la copa y de un solo golpe y sin pensarlo, bebió hasta la última gota que había en ella. Al descargarla, su expresión en el rostro sólo denotaba un profundo asco.
Pasado un rato, el hombre de cabellera blanca levanta su mano solicitando que alguien lo atienda. Pide la cuenta, la cancela, y sale con mucha prisa dejando atrás a la mujer y a la botella de la que antes se había servido en su mesa. Ella por su parte, sentada y mientras cruzaba las piernas, observaba sin ningún asombro como aquel hombre canoso cruzaba el lugar en busca de la puerta. Ella sirviendo un trago y llevando a su boca unos snacks que el mesero poco antes puso sobre la mesa, seguramente, digo yo, pensaba: ¡ya por lo menos libré la cuenta!

Andrés Cañola G.
Estudiante de Comunicación y Relaciones Corporativas

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